lunes, 8 de agosto de 2011

Pero París jamás me dejó ir.

La calle se volvió un laberinto interminable de recuerdos, cada esquina y cada callejón, cada azulejo en el suelo, cada acera. Los semáforos que alertaban mi presencia me pausaban, a mí y a mi insensatez, porque sólo deseaba correr, correr para ir olvidando todo en cuanto dejaba a mi paso. Todos los rostros, todos los sueños de quienes cruzaban una mirada conmigo como si realmente comprendieran mi locura.
Porque daba y daba la espalda al destino. 
De repente me fingía a mí misma y a todo lo me había pertenecido, así, de golpe, el viento se llevaba con él mis recuerdos y yo me quedaba sin memoria. Como las olas que se alejan de la costa a pesar de saber que volverán a ser arrastradas a la orilla, huía de mi misma, de esas calles y esos paseos, de esas noches y de esa ciudad. 

Pero París jamás me dejó ir. 



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